Tuve, hace unos días, una especie de debate acerca del Día de Muertos con un güey de esos amarguetas a lo pendejo que piensan que todo es una cagada por el simple hecho de pertenecer a X o Y corriente ideológica, religiosa o lo que sea (no, no discutí conmigo mismo, yo soy amarguetas con fundamentos, jaja). El punto no es el debate, que -por cierto- terminó de una manera poco agradable para él, sino la reflexión que se venía cocinando a partes desde hace tiempo y fue rematada por estas fechas.
Los mexicanos sentimos cierta fascinación por la muerte, la abrazamos, nos acercamos a jugar un poco con ella maquillándola, vistiéndola de colores, ofreciéndole de comer en altares que erigimos, unos lujosos, otros modestos, pero todos llenos de cariño hacia ella. Habrá quien lo haga porque sí, siguiendo la costumbre arraigada en un pueblo dominantemente religioso sin pensar en nada más que continuar con la tradición; habemos a quienes simplemente nos embelesa el encanto, que no entendemos o no nos interesa (aparentemente) profundizar en lo espiritual y gozamos dejándonos llevar por el pintoresco festín que inunda a los sentidos refugiados en el argumento cultural y folclórico: inciensos que rebosan en la nariz, contrastes de colores iluminando a las pupilas, sabores dulces, salados y calientes sucediéndose uno tras otro mientras le damos rienda suelta al gozo de la muerte como festividad.
La contraparte son los tiernos llantos que trae el recuerdo de aquellos que se fueron. Mi mamá pone cada año, sin fallar uno solo, la ofrenda en casa; la pone ella sola porque mis hermanas y yo estamos ocupados en el trabajo y la escuela. Siempre coloca platos con comida que solía gustar a nuestros familiares: tortas de cajeta y de plátano, quesadillas, mole, frutas, cerveza, leche, dulces. Algunos adornos y varias veladoras, acompañadas de flores de
cempasúchitl, completan el cuadro.
Hace años mamá nos obligaba a rezar un rato frente a la ofrenda, nosotros lo veíamos como un compromiso ineludible (por lo menos mientras crecíamos y podíamos atrevernos a negarnos) y sumamente aburrido; nuestra inocencia infantil (y después nuestra insolencia puberta) nos impedía darnos cuenta de lo importante que era para ella recordar a las personas que significaron algo en su vida y ya no estaban, y eso fue algo que comprendí hasta el día que murió su madre y unos años después, su padre. Fueron personas que estuvieron conmigo literalmente desde que nací, así que el dolor me pegó de tal manera que no supe manejarlo y mis catarsis no fueron las adecuadas; hasta muchos años después, tras no sé cuántos litros de llanto cada que me ponía hasta la madre de pedo y los recordaba, caí en la cuenta de que lo que realmente duele no es que hayan partido, sino el hueco que dejan en las vidas de quienes les conocimos.
Los vivos somos egoístas, nos aferramos a nuestros muertitos como si no hubiera nada más, como si toda nuestra existencia perdiera su significado con su sola ausencia. Los recuerdos bonitos se arremolinan y con viento huracanado hacen que los ojos se irriten y desagüen, como aún me llega a pasar, muy ocasionalmente, al evocar la tarde que, siendo aún un niño, le regalé un
Selz Soda a mi abuelito Manuel y él, al recibirlo, me dijo
"tú eres un dulce". Son precisamente recuerdos así los que me ayudan a llegar a una conclusión: los muertos no están muertos. Viven en nosotros, en los dulces que les regalamos, en las ocasiones que discutimos con ellos por no estar de acuerdo en determinada cosa, en los objetos materiales que les pertenecieron y aún se encuentran en casa, en sus herramientas, sus utensilios de cocina, sus fotos, sus palabras (la sabia frase
"si eres chingón, tú solo; y si eres pendejo, también tú solo" que me dejó como herencia mi abuelita Francisca sigue siendo mi premisa número uno). Las caricias y ¿por qué no?, también las nalgadas que llegaban a dar cuando uno se comportaba como un niño cabrón y maleducado; después de todo, eran gente sencilla, de pueblo, educados a la antigua.
Su memoria me hace sentir un ligero nudo en la garganta aún a varios años de distancia, aunque con la diferencia de que las lágrimas que contengo a veces y la opresión que siento en el pecho no significan dolor o pena; más bien, podría traducirlas como pequeños agradecimientos y promesas de que, mientras yo viva, ellos no morirán.
Me acordé de esta rima de
Bécquer que leí hace más o menos 20 años. No voy a farolear diciendo que la recordé al dedillo, realmente solo me acordé de una frase que me hizo buscar el texto completo para colgarlo acá. Que disfruten la
Rima LXXIII:
Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos,
taparon su cara
con un blanco lienzo,
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intervalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterio,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
-¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
*
De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
-¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
*
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto;
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
-¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
*
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos...!
*
¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos los muertos.
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Saludos Enfermos.